viernes, 12 de octubre de 2007

Morirse junto al mar

Reinaldo Arenas. Guillermo Rosales. Carlos Victoria. Los tres mejores narradores que ha tenido Miami. Los tres amigos del cuento "La estrella fugaz". Los tres, suicidas.
Leyendo hace poco en el dossier de Encuentro un adelanto de la novela que ahora queda trunca (Cuando mi nombre era Pablo, le puso) pensé que Victoria había dado con la clave del exilio; sí, sus libros publicados son buenos, pero esto era otra cosa, algo mucho mejor, la posibilidad de hurgar en el meollo literario de nuestro gran tema pospuesto, la posibilidad de igualar las mejores páginas de sus dos amigos.
La historia, tal y como aparece esbozada en esas pocas páginas, es la de un aspirante a escritor devenido lector voraz ("me sumergí en el mundo de los libros, como el que se sumerge en un océano, y al final salí seco") que se va de Cuba, llega a Miami y tiene un accidente que le deforma el rostro. Entonces consigue un abogado y gana mucho dinero como indemnización, una cantidad tal que le permite empezar una nueva vida. A los 41 años recibe el nuevo rostro que le ha regalado un cirujano, tiene una nueva identidad que le regala su segundo nombre y puede verse a sí mismo con una extraña distancia. Es el momento de volver a empezar. Y entonces el personaje decide volver. Regresa a Cuba, visita su infancia, casi vuelve a nacer. Impulsado por el amor y el odio -dice-, "con el fin de atar cabos". Es el umbral novelístico más prometedor que uno pueda imaginar. Es también, ahora lo sabemos, un canto de cisne.
Nunca lo conocí en persona, pero gente que fueron sus amigos dicen que era una buena persona. Para mí su muerte es algo que no sé bien si incluir en el terreno de los sentimientos: la frustración de un lector que se ha quedado esperando, nueva muesca en una lista demasiado larga de buenas novelas pendientes.

Ernesto Hernández Busto
Barcelona

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